Elizabeth Fox-Genovese | 08 de octubre de 2020
La historiadora Elizabeth Fox-Genovese, fallecida en 2007, narra en este artículo el camino que la llevó a entrar en la Iglesia católica, un encuentro con Dios que parte de la defensa de la vida y la dignidad humana.
La conversión de un adulto al catolicismo, o a cualquier forma de cristianismo ortodoxo, no es algo que ocurra todos los días en el ámbito académico norteamericano. La mayor parte del profesorado que no es creyente parece acoger con una vaga sensación de vergüenza cualquier profesión de fe cristiana. La adhesión al judaísmo o al islam es otro tema, aunque la razón no resulta evidente de manera inmediata, ya que ambos imponen estrictas exigencias a sus fieles. Tal vez estos se encuentran con una mayor tolerancia porque les resulten menos familiares, tal vez porque, cualquiera que sea la realidad, no conllevan ese estigma del cristianismo de haber figurado durante mucho tiempo como la religión de una élite masculina europea que supuestamente utilizó su fe para someter a otros. Tampoco cambia nada el hecho de recordar a los escépticos que, en los Estados Unidos, los católicos sufrieron durante mucho tiempo una discriminación que fue, a su manera, casi tan implacable como la sufrida por los negros americanos. Un vago cristianismo sin adscripción a una confesión específica, o mejor aún, el unitarismo[1], podría considerarse aceptable, pero el catolicismo rebasa los límites. El catolicismo no es algo que personas «como nosotros» acepten.
Así que, cuando en diciembre de 1995 fui recibida en la Iglesia católica, mis colegas no creyentes se abstuvieron con tacto de hacer comentarios. Principalmente, sospecho, porque literalmente no sabían ni qué decir. Lo más probable es que muchos de ellos asumieran que, tras haber vivido algunos años difíciles, yo estaba recurriendo a la fe como alguna forma de consuelo irracional. Por consiguiente, desde su perspectiva, reconocer mi conversión habría sido, implícitamente, reconocer mi vulnerabilidad. Otros, que eran menos comprensivos, sin lugar a dudas asumieron que mi vuelta a Roma reflejaba lo que ellos veían como mis posiciones políticas reaccionarias, especialmente con respecto al aborto. Desde su perspectiva, yo misma me había exiliado de cualquier tipo de discusión aceptable.
No tengo intención de reprender a mis colegas o a otros no creyentes del mundo universitario, sino más bien de llamar la atención sobre los aspectos de la mentalidad laicista dominante que hacen que la idea de la conversión sea prácticamente incomprensible. Para el ámbito académico, el lenguaje y la práctica de la fe pertenecen a un mundo extraño. Al no entender la fe, no están preparados para entender la conversión. Habiendo sido parte durante mucho tiempo de esa mentalidad imperante entre los intelectuales, entiendo muy bien de dónde proceden, y reconozco de buen grado que, desde luego, yo estaría allí mismo si no fuera por la Gracia de Dios. Sin embargo, lo importante es que mi largo aprendizaje en ese mundo me permite reflexionar sobre los prejuicios por los que se elimina un amplio campo de nuestra cultura en su conjunto, desafiando a la fe a cada paso. Tan firme es su dominio sobre nuestra cultura que están impregnando imperceptiblemente el tejido de la propia fe, retando constantemente a los creyentes a justificar y re-justificar nuestras creencias.
Hasta hoy, no puedo señalar ni un solo momento de conversión, ni una luz cegadora que me abriera los ojos, ni una flecha que atravesara mi corazón. Casi imperceptiblemente, el equilibrio entre la duda y la fe cambió
Los creyentes, en marcado contraste con los no creyentes, acogen las historias de conversión como una evidencia alentadora de la gracia de Dios y las obras del Espíritu Santo. La conversión de un intelectual en particular parece arrebatar un alma de las mismas garras del feminismo, comunismo, nihilismo, ateísmo o alguna otra ideología secular de moda. Dada la amplia brecha entre creencia e increencia que ambas partes perciben, no es sorprendente que tanto los observadores hostiles como los simpatizantes crean que las historias de conversión son dramáticas. Como san Pablo en el camino a Damasco, se espera generalmente que el converso haya experimentado un momento de iluminación cegadora seguido de un cambio radical de vida. Esta expectativa hace patente esa sensación generalizada de que los principios de la fe y los del mundo, los de Jerusalén y los de Atenas, están en conflicto. Aunque no discuto en concreto el significado de las profundas diferencias entre los puntos de vista y las actitudes de creyentes y no creyentes, yo misma no experimenté la conversión como una ruptura radical con mi pasado. Esto no quiere decir que no haya vivido el viaje a la fe como lo que mis estudiantes llaman «un cambio de vida», en lo esencial así fue. Sin embargo, no lo fue en otro sentido. En muchos aspectos, mi conversión encajaba perfectamente, casi sin problemas, en el continuo de mi vida y, desde esta perspectiva, era una etapa natural del viaje más que una nueva travesía.
A efectos prácticos, crecí como una cristiana no creyente. Un momento, ¿no se podría objetar abiertamente que esto es un oxímoron? ¿Cómo puede un «no creyente» describirse como «cristiano» si la fe constituye la esencia del cristianismo? Una y otra vez a lo largo de los Evangelios, Jesús evoca la creencia en sí mismo y en el Padre que lo envió como la única exigencia. Piensen en Marta en el momento de la muerte de Lázaro: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo» (Juan 11:27). Y Marta no está sola. Una y otra vez, los que piden reciben lo que buscan porque Jesús sacia su fe. Como le dice a Marta, «Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (Juan 11:25-26). Un cristiano, por definición, es aquel que acepta a Jesucristo como su salvador personal y, no menos importante, como Señor. Todo depende de la fe.
Se puede decir que la historia de la modernidad ha sido la de la marginación y el descrédito de la fe, o, quizás más exactamente, su relegación al ámbito de la subjetividad radical. En otras palabras, la modernidad ha separado sistemáticamente la fe de la autoridad moral e intelectual. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XX, los crecientes ataques a la fe no borraron por completo el legado vivo del cristianismo en la cultura occidental. Por lo menos, las enseñanzas morales del Decálogo y el Sermón de la Montaña continuaron recibiendo un cierto respeto, al menos como aspiración, aunque su cumplimiento en la práctica fuera desigual. Mis primeros años se ajustaron precisamente a este patrón, especialmente con respecto al Decálogo, que mis padres tomaron con la mayor seriedad. En retrospectiva, me parece que mi padre nunca dudó de la verdad de la inquietante pregunta de Dostoievski: «Si Dios está muerto, ¿no está todo permitido?». Sin embargo, ni él ni mi madre eran creyentes, y tampoco nos enseñaron a creer. Como muchas otras personas dignas y honradas de su tiempo, aparentemente construyeron su fuerte sentido de la moralidad sobre la integridad del individuo.
Durante de mis años de adulta como no creyente ni practicante, siempre me consideré una cristiana en un sentido cultural indefinido y profano. Educada en la Biblia y los himnos protestantes, estaba familiarizada con el lenguaje y los principios básicos del cristianismo. Además, me habían enseñado un profundo respeto por los grandes profetas hebreos y por diversos líderes protestantes y santos católicos, e incluso el valor único de Jesucristo como el ejemplo más elevado de «sacrificarse» por amor. Jamás, y agradezco decirlo, como otros muchos intelectuales sin fe, denigré o desprecié a los cristianos creyentes, a quienes siempre me incliné a considerarlos con respeto. Pero durante largos años, no pensé mucho en aumentar su número. Para cuando finalicé la universidad y luego la escuela de posgrado, había asimilado tan profundamente la filosofía materialista que no se me ocurrió mirar más allá. Mis búsquedas en aquel momento se centraban en las cuestiones de tipo moral y sus márgenes en un mundo que tomaba como una cuestión de fe que «Dios ha muerto».
Con el paso de los años, mis preocupaciones sobre la moral se hicieron más hondas, y mis reflexiones apuntaban invariablemente a la conclusión aparentemente irrefutable de que la moralidad era, por su propia naturaleza, autoritaria. La moral, en otras palabras, dibujó la línea divisoria entre el bien y el mal. Sin embargo, en esos años en los que reflexionaba, el mundo secular estaba promoviendo rápidamente la creencia de que la convicción moral, como cualquier otra idea, expresaba el punto de vista de la persona que la enunciaba. Y se estaba convirtiendo en una creencia ampliamente compartida que había tantas moralidades como personas y que era inapropiado imponer la propia moralidad a otro cuya situación no se podía comprender plenamente. Aunque yo estaba tan predispuesta como cualquiera a respetar las reivindicaciones sobre la diferencia, ya fueran de sexo, clase o cultura, cada vez encontraba más problemático ese relativismo moral. Parecía difícil imaginar un mundo en el que cada uno siguiera su propia brújula moral personal, aunque solo fuera porque la moralidad de algunos estaba obligada, tarde o temprano, a chocar con la de otros. Y sin ningún tipo de estándar común, era más que probable que esos choques terminaran en una u otra forma de violencia.
Sin embargo, mis inquietudes más dolorosas estaban en otra parte. Pensar y escribir sobre el aborto me había llevado a valorar cada vez más las reivindicaciones a favor de la vida, que tan a menudo quedaban enterradas bajo las apasionadas defensas del derecho de la mujer a la autodeterminación, especialmente de su derecho a la libertad sexual. Cuando empecé a pensar seriamente en el tema, mi compromiso con el derecho de las mujeres a desarrollar sus talentos me inclinaba a apoyar la legalidad del aborto, al menos hasta cierto punto. Pero incluso entonces, me parecía imposible no tomar en serio la vida del feto que estaba siendo desechado con indiferencia. Las nuevas discusiones sobre el suicidio asistido no hicieron más que intensificar mi malestar, ya que me inquietaba que fuera un ser humano el que decidiera si la vida de otro valía la pena ser vivida. «¿Cómo lo sabemos?», seguía preguntándomelo. «¿Cómo podemos saberlo?».
Hoy es fácil ver que instintivamente me rebelé contra una comprensión utilitaria o instrumentalista del valor de la vida humana. Porque entendí que en cuanto admitimos que se llegue a considerar como un argumento serio el hecho de que nuestras obligaciones con los demás nos resulten inconvenientes, el valor de cualquier vida se convierte en negociable. En este punto, como notará el lector, mis luchas internas todavía se desarrollaron dentro de un marco secular, aunque aprecié plenamente que los cristianos y judíos devotos vieran como un mandamiento divino la reverencia por la vida en sus formas más vulnerables. De hecho, poco a poco fui envidiando la certeza que la fe religiosa ofrecía, y comencé a pensar seriamente en unirme a una iglesia. Al mismo tiempo, sabía que, por muy nobles y bien intencionadas que fueran las preocupaciones mundanas, no era una razón adecuada para hacerlo.
La defensa del aborto me preocupaba especialmente por mi incapacidad para estar de acuerdo con que cualquier persona pudiera decidir quién tiene derecho a vivir
En medio de mi camino para ser miembro de una iglesia se alzaba la figura de Jesucristo. Las iglesias que más respetaba requerían que los futuros miembros afirmaran su fe personal en Cristo como Señor y Salvador. No cuestioné la legitimidad del requisito, pero nada en mi vida anterior parecía haberme preparado para cumplirlo. Hasta donde yo sé, no tenía ninguna experiencia personal de la fe religiosa y ningún conocimiento real de su naturaleza. Cuando tenía veinte años, André Amar, un brillante profesor de Filosofía y un devoto judío, me había hablado de la religión como un reino en sí mismo, irreductible a cualquier otro, y sus palabras se habían alojado en mi mente, pero yo no las entendía del todo. Hasta hoy, no puedo señalar ni un solo momento de conversión, ni una luz cegadora que me abriera los ojos, ni una flecha que atravesara mi corazón. Casi imperceptiblemente, el equilibrio entre la duda y la fe cambió, y, en un día cualquiera se me ocurrió decidir entrar en la Iglesia católica.
Sería fácil pensar que mi decisión, por más que carezca de dramatismo, representó el final de mi viaje a la fe. En cambio, marcó solo el comienzo de lo que está resultando ser una aventura que no podía haber imaginado antes. El domingo después de tomar esa decisión, en silencio y a solas, fui a misa a la Catedral de Cristo Rey en Atlanta. Tanto mi esposo, nacido en la Iglesia católica, pero en ese momento no creyente, como mi devota amiga católica y estudiante de posgrado, Sheila O’Connor, me habrían acompañado con gusto, pero no les dije adónde iba.
No había asistido a una misa desde mi juventud, durante mis estancias en Francia, y entonces solo ocasionalmente. No tenía una idea clara de lo que me esperaba, aunque sabía lo suficiente para saber que no podía comulgar. Sin embargo, un instinto casi visceral me decía que este primer encuentro directo con la fe que pensaba abrazar era algo que no podía prever y que debía emprender sola. A estas alturas, la mayoría de mis recuerdos específicos de esa mañana se han fundido con las innumerables veces que he asistido a misa en la catedral desde entonces. Todo lo que destaca es mi respuesta a esa primera hora, como futura católica, de hacer frente a la figura del Cristo crucificado que domina la catedral. Allí, directamente delante de mí, estaba el Señor al que me había comprometido a servir, un Señor al que apenas conocía y que, sin embargo, parecía sostenerme firme.
Poco después, gracias a la ayuda de la madre de Sheila, empecé a recibir formación del padre Richard López, el excepcional sacerdote que sigue siendo el confesor y director espiritual de mi marido y mío. El padre López rápidamente determinó que yo estaba mucho más familiarizada con la teología católica de lo que esperaba, y a partir de entonces su instrucción se centró principalmente en la práctica, los rituales y las tradiciones del catolicismo. Tras nuestras reuniones, leía el catecismo y otros libros sobre los elementos del catolicismo, asistía a la misa, y aprendí y recé oraciones. Durante las reuniones, el Padre López me guío a través del significado práctico de las palabras y los rituales. Discutimos el significado de los colores que los sacerdotes usan durante las diferentes estaciones del calendario litúrgico, el papel de la Virgen María y los santos como intercesores, la estructura de la Misa y más. En retrospectiva, lo que me sorprende es lo mucho que aprendí y lo poco que realmente entendí. Porque las palabras que intercambiamos, por muy valiosas que fueran, se quedaron en meras palabras. Aprenderlas me pareció una iniciación privilegiada, pero las utilicé más bien en la forma en que una aprende a rezar los misterios del Rosario antes de empezar a hacerse una idea de lo que significan los hechos a los que aluden.
Al elegir entrar en la Iglesia, había decidido que creía en Cristo Jesús y lo aceptaba como mi Señor y Salvador, pero incluso cuando mi amor y compromiso con la Iglesia se hicieron más profundos no estaba segura de lo que significaba mi fe o de dónde derivaba. El padre López me aseguró que la fe y la fidelidad eran, sobre todo, cuestiones de voluntad más que de emociones, las cuales, insistió, seguían siendo en esencia variables. Sus palabras se ajustaban a lo que había aprendido de mi propia lectura de teología católica y aliviaban mis ocasionales recelos sobre lo etéreo de mis propios sentimientos. El día de mi recepción en la Iglesia, que incluía los sacramentos del bautismo, la confirmación, la penitencia, el matrimonio y la comunión, una alegría transformadora consagró una decisión que ya parecía proceder tanto del corazón como de la mente.
Esa alegría, aunque varía en su manifestación e intensidad, ha perdurado desde entonces. Pero mi comprensión de su significado no ha dejado de cambiar y crecer. Hoy en día veo más claramente que en su momento gran parte de mi vacilación y desconfianza inicial se debía a mi inconsciente obstinación en seguir pensando de modo materialista. Como cualquier buen racionalista, seguía buscando explicaciones inequívocas para mi vuelta a la fe y, aunque abundaban los posibles candidatos, ninguno destacaba claramente como la razón. Me llevó dos o tres años empezar a entender que la acción decisiva no había sido mía, sino de Dios. En principio, todos sabemos que la fe es un don o gracia, no un logro personal. Pero si mi caso es tan común como sospecho, encontramos esa idea sorprendentemente difícil de creer y de hacerla plenamente nuestra. Así, con la mejor de las intenciones, intentamos obtener lo que está más allá del alcance de nuestros esfuerzos más heroicos y lo que excede cualquier mérito que podamos imaginar.
Una parte importante de lo que me inclinó hacía el catolicismo y al don sin igual de la fe en Jesucristo fue mi creciente horror ante esa vanidad que es tan común en el mundo académico. El pecado es aún más pernicioso, porque rara vez se experimenta como tal. Al ser educados y alentados a confiar en nuestra razón y cultivar nuestro juicio, innumerables profesores perfectamente dignos y honorables dedican sus mejores esfuerzos a dar sentido a peliagudos problemas intelectuales que todo su entorno les anima a creer que pueden resolver. El posmodernismo ha desafiado los presupuestos filosóficos de la arrogancia intelectual de los modernistas, pero, de la misma manera, ha pretendido desacreditar lo que llama «logocentrismo», es decir, la centralidad de la Palabra. En el universo posmodernista, todas las reivindicaciones de certeza universal deben exponerse como ilusiones, dejando al individuo como árbitro autorizado del significado que pertenece a su situación. Así, lo que se originó como una lucha por desacreditar las pretensiones de autoridad intelectual ha desembocado, al menos en el ámbito universitario estadounidense, en una validación de prejuicios y deseos personales.
El conocimiento, aunque sea parcial e imperfecto, de que Él nos ama también nos abre a nuevas responsabilidades y obligaciones. Porque si nos ama a todos, también nos ama a cada uno de nosotros
Por triste que pueda parecer, mi experiencia con el feminismo de élite y radical solo reforzó mi creciente desconfianza ante la vanidad personal. La defensa del aborto me preocupaba especialmente por mi incapacidad para estar de acuerdo con que cualquier persona pudiera decidir quién tiene derecho a vivir. Pero mi compromiso con la fe me llevó a una reflexión más general sobre la importancia de la caridad y el servicio en la vida del cristiano. Inicialmente, había evitado la idea de la imitación de Cristo e incluso la súplica en la oración de los fieles de «hacerme santa». Tales aspiraciones me parecían la última presunción: ¿quién era yo para pretender la santidad, mucho menos la imitación de nuestro Salvador? Gradualmente, esos temores comenzaron a disiparse, y me encontré meditando la enseñanza de los Evangelios sobre el servicio, sobre todo eso de que «el Hijo del Hombre no vino a ser servido, sino a servir y a ofrecer su vida como rescate por todos». Habiendo sido recibida en la Iglesia el día después de la fiesta de la Inmaculada Concepción, también consideré la respuesta de la Santa Madre a la Anunciación: «Hágase en mí según tu palabra».
Los mandatos de caridad y servicio se dirigen inequívocamente a todos los cristianos, pero era difícil negar que, desde el momento de la respuesta de la Virgen María al Ángel Gabriel, se aplicaban de manera especial a las mujeres. Su ejemplo, como nos ha recordado Hans Urs von Balthasar, ofrece la encarnación ejemplar de la fe. «La fe es la entrega de toda la persona: porque María desde el principio lo entregó todo, su recuerdo fue la tabla inmaculada en la que el Padre, a través del Espíritu, pudo escribir toda su Palabra». Es indiscutible que, a lo largo de la mayor parte de la historia, las mujeres han sufrido injusticias y abusos que piden a gritos una reparación. Y no es menos indiscutible que el camino hacia la justicia y la dignidad de la mujer, el reconocimiento de su igualdad con el hombre como persona humana, no pueden conducir al repudio de los principios más básicos de nuestra fe. Por abundante que la opresión pasada fuera, no puede justificar la opresión de las mujeres a los más vulnerables entre nosotros, ni incluso al repudio de nuestra propia vocación específica como mujeres.
El papa Juan Pablo II ha escrito extensamente sobre la especial dignidad y misión de las mujeres, provocando frecuentemente la ruidosa oposición de las feministas, especialmente de las feministas católicas. Por encima de todo, las feministas lamentan su insistencia en las diferencias permanentes entre mujeres y hombres y en la exclusión de las mujeres del sacerdocio. Me sorprendería que, en un momento u otro de su vida, cualquier mujer no haya experimentado algo de esa ira, de ese sentido indignado de «¿Por qué yo? ¿Por qué siempre debo ser yo quien dé?». No ayuda nada si los hombres interpretan esa entrega de las mujeres como prueba de la superioridad de los hombres. Al no esperar el cielo en la tierra en un futuro cercano, veo pocas posibilidades de que alguna de estas reacciones simplemente desaparezcan. Sin embargo, ambas cuestiones no captan la clave de la teología del Santo Padre sobre la persona, a saber, que la esencia de nuestra humanidad radica en nuestra capacidad de darnos a nosotros mismos. Esta comprensión vincula nuestras relaciones entre nosotros con nuestra relación con Dios, recordándonos el peligro de tratar a otra persona como un objeto. También sugiere que, ya sea en relación con otros o en comunión con Dios, nuestra realización más alta resulta del don de uno mismo, de la pérdida para uno mismo.
En nuestra época, resulta totalmente contracultural considerar la pérdida o el desvanecimiento de uno mismo como un objetivo admirable. La obsesión de nuestro tiempo con la identidad y los derechos del individuo parece sugerir precisamente lo contrario. No obstante, hay que recordar la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» (Mateo 5:3). Durante años el pasaje, cuando lo pensaba, me desconcertó. ¿De qué manera la pobreza de espíritu debía ser vista como algo deseable, especialmente en un cristiano? ¿Y qué significaba, precisamente, la pobreza de espíritu? Dejé la pregunta, junto con otras que esperaba algún día entender, en el fondo de mi mente hasta que me encontré con la explicación de Erasmo Leiva-Merikakis en su Fire of Mercy, Heart of the Word: Meditations on the Gospel According to St. Matthew (1996)[2], donde señala que esta no es simplemente la primera de las bienaventuranzas, sino la única para el tiempo presente, y que los pobres de espíritu son aquellos que literalmente «suplican con cada aliento de su vida», aquellos que dependen de Dios como todos dependemos del aire para respirar. La pobreza de espíritu es la gracia de aquellos que se han vaciado de todo excepto del deseo de la presencia de Dios, «que ofrecen a Dios un continuo sacrificio del altar de su espíritu, y el sacrificio en cuestión es la sustancia misma de su ser». Y aquellos que logran la pobreza de espíritu tienen su recompensa tanto en el presente como en el futuro, ya que vivir en la pobreza de espíritu es, en efecto, vivir con Dios.
Un momento decisivo en mi viaje de fe llegó cuando, un día, aparentemente de la nada, me traspasó el pensamiento de que Jesús había muerto por mis pecados. E, inmediatamente después, llegó el devastador reconocimiento de que no valgo su sacrificio. Solo gradualmente he llegado a comprender que la determinación de valer no me pertenece a mí, sino a Él. El amor de Dios por nosotros supera siempre nuestro control y desafía nuestra comprensión. Como la fe, es su regalo, y nuestra tarea es hacer lo mejor que podamos para recibirlo. El conocimiento, aunque sea parcial e imperfecto, de que Él nos ama también nos abre a nuevas responsabilidades y obligaciones. Porque si nos ama a todos, también nos ama a cada uno de nosotros. Y el reconocimiento de ese amor nos impone la obligación de amarnos los unos a los otros, sin pedir otra razón que el mandato de Dios para hacerlo. Como criaturas humanas caídas, es probable que sigamos buscando razones humanas que justifiquen nuestro servicio amoroso a aquellos en los que encontramos poco o ningún valor redentor evidente. Y la mejor razón humana puede encontrarse en la fe que Dios nos ha dado libremente: nuestro amor sin juzgar al otro sigue siendo la condición del amor de Dios por nosotros. Porque, sabiendo lo poco que merecemos su amor, nuestra mejor apertura a la fe que en Él reside no está en la esperanza de ser mejor que los demás, sino en la seguridad de que su amor abarca incluso a los menos merecedores entre nosotros.
1.- N de la T. El unitarismo es una corriente teológica de un sector del cristianismo protestante que niega la doctrina de la Santísima Trinidad. En 1995 se unió a la iglesia universalista, formando el unitarismo universalista de corte liberal o progresista.
2.- No existe traducción al español de los libros de Leiva Merikakis.
Nuestra tercera entrega de la serie «Españoles conversos» nos presenta la historia de Donoso Cortés, destacado político y diplomático español del siglo XIX.
Francisco de Asís Lerdo de Tejada
San Ignacio de Loyola protagoniza la cuarta entrega de la serie «Españoles conversos». El soldado que fundó la Compañía de Jesús.